¡Vamos, Ella II, ya queda poco para llegar! El paisaje se me antojaba infinito desde la ventanilla del coche y a pesar de los reflejos del cristal, no pude evitar sacar la cámara y empezar a hacer ese tipo de fotos borrosas, esas que no van a ninguna parte, pero propiciadas por la ilusión del momento. Y es que nos dirigíamos a la Vera, lugar que no pisaba desde que tenía trece años. Un precioso paraje extremeño de aguas cristalinas (y frías, cosa que recordaba de forma bastante nítida por una caída de la que no es preciso hablar en este momento), grandes rocas y verde, mucho verde.
Si bien hay que andar un trecho un tanto largo y bajar por las rocas para poder llegar el río, merece muchísimo la pena. De hecho, lo difícil es apartar los ojos de las pequeñas piscinas naturales que se forman abajo para centrarnos en la bajada. Con un poco de cuidado no es costoso llegar. Lo que quizá plantea más problemas es buscar un lugar donde asentarse, ya que hay bastante afluencia de bañistas. Y no es para menos. El agua está muy limpia y uno puede ver cantidad de pececillos e insectos pululando alegremente a lo largo del río.
Personalmente, lo que más me gusta es saltar de roca en roca, encontrar un buen punto de apoyo y escuchar el arrullo del agua, de la corriente. Y por supuesto, tomar fotografías desde allí.
Ha sido genial volver a aquel lugar, y en concreto a una zona que no conocía del mismo. Espero regresar, a más tardar, el mes que viene.
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